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RESUMEN

El Alabado, canto adjudicado por la tradición a fray Antonio Margil de Jesús, ha acompañado desde el siglo XVII las labores de agricultura en el campo mexicano, particularmente en el centro-occidente. No obstante al paso del tiempo ha ido desapareciendo, actualmente pervive en el poblado de Tacátzcuaro, Michoacán, México, donde se canta al término de la cosecha del maíz.

El artículo relata las huellas históricas del ritual del Alabado y su autora rescata su tradición en Tacátzcuaro, referido y ejecutado por la única familia que hoy en día lo mantiene vivo.

 

Palabras clave: Alabado, combate, cosecha, costumbre, fray Antonio Margil de Jesús, identidad, oralidad, rito, ritualidad, Tacátzcuaro, tradición

 

ABSTRACT

The Alabado, a song traditionally attributed to brother Antonio Margil de Jesús, has accompanied the agricultural labor in rural Mexico since the 17th Century, especially in the central and western regions.  However, it has been disappearing over time.  At present, it survives in the town of Tacátzcuaro, Michoacán, Mexico, where it is sung at the end of the corn harvest.

The article chronicles the historical traces of the ritual of the Alabado, and the author rescues the tradition in Tacátzcuaro, narrated and executed by the only family that keeps it alive.

 

Keywords: Praise the Lord, battle, harvest, custom, brother Antonio Margil de Jesús, identity, oral discourse, rite, ritual, Tacátzcuaro, tradition.

 

 

  1.   Introducción

Con el ánimo de evitar que muera la tradición del Alabado de Tacátzcuaro, canto ligado a un ritual religioso, cuya función es agradecer a Dios por los dones recibidos durante el ciclo agrícola; y urgida porque la extinción es para siempre como sostienen los ambientalistas, arranqué un proceso de investigación de campo que me ha llevado a muy diversos lugares. Los resultados serán presentados en un trabajo extenso y comparativo[1], que pretende ofrecer las distintas vertientes del Alabado y recuperar la génesis de su trayectoria en América. El presente artículo versa sobre la manera en que en Tacátzcuaro todavía se mantiene y ubica el horizonte de su devenir en el noroeste del estado de Michoacán, México.

 

II.   Investigación de campo

a) Testimonio

“… y entonces así pues era nuestra costumbre y todavía [ah]ora, nada más que ahora es un poquito menos, porque ya se está acabando la gente creyente... ya ahora no cree o no sé qué, ya le da vergüenza a uno como platicar así de lo bueno, de todo lo bueno, ya ahora ya todo moderno... pues, y el Alabado…” don Teodomiro, hombre de ochenta y cinco u ochenta y seis años, jala aire y nos dice:“soy del diecinueve” (1919),[2] al recordar sus años mozos y evocar la tradición del canto del Alabado, allá en la primera mitad del siglo XX.

 

       “La tradición era así: al terminar la cosecha, ya que se iba, pues, a levantar, ya que uno levantaba sus granitos de maíz, entonces… ¿verdad?, le daba gracias a Dios, o con el fin de darle gracias a Dios, ¿verdad?, y entonces así pues era nuestra costumbre. (…)[…] Yo lo empezaba: Ave María purísima, en gracia de Dios concebida, luego ya (comienza a cantar) Gracias te doy gran Señor y alabo tu gran poder, pues con el alma en el cuerpo me has dejado amanecer, así te pido, Señor, me dejes anochecer en gracia y servicio tuyo y sin llegarte a ofender... “Muchas cosas se me han olvidado (…)[…] ya como casi no lo practico se me han olvidado… pero voy a ver si me acuerdo de todos los versos.” Como el maíz que cae fácilmente, cuando seco, del olote, su memoria va desgranando uno a uno los versos del Alabado. Y me confía: “es que sabe que a mi papá le gustaba cantar el Alabado, y esa costumbre, ¿verdad?, me quedó a mí, y yo creo que es buena, y darle gracias a Dios es lo que debemos hacer ([se emociona). ]. Es muy largo y muy bonito, sí, nomás que… en alta voz se oía muy bonito”, dice como justificándose porque su voz, aunque muy bien timbrada, ahora no tiene la potencia de antaño. “Míreme, mi papá… se formaba toda una fila, y dos iban cantando alrededor de la labor, y después cáiban[3] al montón, y luego en el montón ahí se acababa de cantar, y luego se daba, pues, ya el gusto, ya luego su café y el mezcalito: ahí terminaba ya, y se decía: Al dueño de esta cosecha no le pido vanidades, más que cinco botellas de vino, siete ollas de real de tamales, ¡hijos de su mamá el que no diga méndiro![4]…” Ríe con ganas. Me dice que era “gustoso” el momento y que se juntaban unos diez, veinte, quince peones, según los que cosecharan, pero luego iban todas sus familias. Y agrega: “era como una fiesta familiar, y luego ya venían y acababan de terminar aquí en la casa de ustedes…”

 

 

        Nos encontramos en Tacátzcuaro “lugar de tierra roja”, pueblo situado al noroeste del estado de Michoacán, a unos 15 kilómetros de Tingüindín, cabecera municipal. Pueblo de unos dos mil quinientos habitantes y un número considerablemente mayor de migrantes. Teodomiro Longines Ferrer, historia él mismo, encabeza año con año la única ceremonia que en la región se conserva del tradicional canto del Alabado al término de la cosecha. Se entusiasma al saber que me intereso por esa tradición, por indagar todo lo relativo a la forma en que la expresan y el deseo de conocer cómo era antes.

 

 


 

[1] Trabajo de investigación doctoral. La intención de dicha investigación, aún en proceso, es identificar la consistencia cultural, artística y estética del ritual, vertientes desde las que trabajaré ese material popular, y su trascendencia.

 

[2] Fecha de entrevista: 22 de enero de 2005.

 

[3] Anacronismo por caían.

 

[4] Vocablo tradicional en Tacátzcuaro; se cree que es variante de méndigo: adj. Méx. Infame (muy malo).

El Alabado de Tacátzcuaro: ritual que perpetúa la tradición
(Rescate de una tradición)

FUENTE: Atlas de Comunicaciones y Transportes. México: SCT, 2003. P. 60

       Con el propósito de ampliar información, le pregunto cuándo su papá le enseñó ese canto y si sabe quién lo introdujo en la zona. También deseo saber cuántas personas de Tacátzcuaro cantaban el Alabado. “Mire (…)[…], la idea no nació de él, alguien se la enseñó. Él era muy católico, en paz descanse. (…)[…] lo cantaban el finado don Abraham Muratalla, don… este señor Pallares… don Juan Pallares, don Tomás Natalio, de los señores grandes esos, de los demás de aquí, grandes o viejos como yo, pues ya no, ya se han muerto muchos, pero esos sí eran famosos. Y en Santa Inés fue donde yo vi la mera mata… porque qué bonito se oía y ¡qué caray, qué bonito todo!, y ahí cantan también las mujeres, pero se oyen más bonito los hombres cuando tienen ganas de cantar.”[5] La tradición “ya se murió”, lamenta don Teodomiro.

        Las familias no preparaban ningún ritual especial para el canto “el que oía de pasada, iba. Ahí [el potrero donde estaba terminando la cosecha] se reunían y nada más. El que ya lo sabía pues ya lo sabe… ya lo cantaban los demás”. Estaba en los poros porque se había respirado en el ambiente. “Gracias te doy gran Señor y alabo tu gran poder, eso era lo que cantaba la gente, facilito, no necesitaba, pues, estudiar, nomás que tuviera ganas de cantar.” Todos los peones respondían el estribillo entre cada estrofa, señala. “Me acuerdo que había un señor que se llamaba Miguel Isidoro, que no se me olvida, en paz descanse, ¡qué bien cantaba!, después de mi papá, primero, muy bien y alto como mi papá… y uno le hacía segunda. Se oía muy bonito, y cantaba alto, y se oía para todo el pueblo.”

 

 

 

[5] Santa Inés es un pueblo ubicado a unos 800 metros de Tacátzcuaro.

D. Teodomiro Longines Ferrer

        Al término y para que los peones tuvieran “valor” de cantar, se les daba un tequila o mezcal. Al regreso del potrero, cuando ya el maíz había sido recogido, la familia dueña de la cosecha ofrecía el famoso “combate”, cena a base de tamales, atole y algún vinito para agradecer a los ayudantes y convivir con los vecinos.

 

b) El ritual

Es febrero de 2005. Me llaman con premura para indicarme que la cosecha terminará el jueves 10 y que han reservado unos pocos surcos para que pueda filmar la cosecha “a chunde”, como le llaman a la canasta que se carga en la espalda. No puedo despreciar la ocasión y me sumerjo en una vorágine de prisas para reunir al equipo. El frenesí con que preparo el viaje (estoy a seis horas del sitio) me augura una vivencia inigualable. 

Cosechando “a chunde”.

        Son las cuatro de la tarde en la casa de la familia Longines Ferrer.

        El sol da de lleno en la fachada, en la que sobresale una puerta abierta al tiempo, a la historia, a la vida. Plantas y árboles inundan el pasillo y el patio y dan sombra al de casa y al que llega. Niños, jóvenes y adultos, mujeres y hombres, todos corren, dan voces, preparan la función. Un vital entusiasmo se escapa por el aire y contagia las almas: todos quieren salir en la película. Ya están las cantoras invitadas afinando sus gargantas. Han venido algunos hijos de don Teodomiro pues, como dice Salvador, el primogénito: “todos hacemos lo posible para estar en esta fecha con nuestros padres. Unos venimos de la Ciudad de México y otros de Estados Unidos. No siempre se puede pero quienes podemos, venimos.” La casa, de colores alegres, refleja el momento que cada cual vive: en el lavadero se advierten los tamarindos remojados, listos para ser exprimidos y para que su pulpa sea después incorporada al atole, que en un enorme cazo está ya en la chimenea, sobre el fuego. Dos grandes tinas, cual floreros, mantienen las hojas lavadas para los tamales. Mientras las manos de quienes tienen a su cargo este quehacer trabajan sin cesar, en la cocina otras mujeres mayores están alrededor de una mesa pequeña envolviendo ya los primeros tamales. Ahí está doña Rebeca, esposa de don Teodomiro, dirigiendo los trabajos y ella misma también colaborando. El mole aquí junto a la masa, las hojas acá, y cerca las cubetas donde van poniendo verticales los tamales… todo junto a la enorme chimenea rojo quemado, ofrenda lista para ser sublimada por el fuego que ya chisporrotea en los fogones.

       Mientras, al patio, van llegando desde la calle y desde dentro, los demás invitados. Todos alegres, sombreros puestos y listos para ayudar. Alguno con ropa de fiesta. La emoción trasmina los rostros y los ojos brillan, inquietos y festivos, “gustosos” como diría don Teodomiro. La prisa de quienes traen el tractor y las camionetas de carga insta a la gente a salir ya porque la tarde cae y no quieren que los invitados de Tingüindín,[6] que aguardan en el potrero, piensen que no llegarán. Hay que subir a los vehículos. Las cámaras, intrusos necesarios para el rescate documental de esta tradición, graban el trayecto, registran las charlas y congelan, para la historia, las imágenes de un día especial; “no es un día como los demás”, afirman los de casa:

 

 

 

[6] Cabecera del municipio a donde pertenece Tacátzcuaro.

       Y como si cada uno supiera ya su papel, los hombres se cargan el chunde a la espalda, y con el piscador[7] en mano enfilan por en medio de los surcos. Es curioso, digo para mis adentros, los surcos caminan de oriente a poniente. ¿Orto y ocaso?, ¿nacimiento y muerte?, ¿coincidencia?

        En tanto que los hombres realizan su tarea, las mujeres, alrededor de los vehículos, comienzan la suya. Destapan refrescos, preparan tostadas, pican fruta, disponen todo en charolas que ofrecen a los invitados al mismo tiempo que la plática se generaliza o se acota a los intereses de los varios grupos que se han ido formando. Dos o tres personas se aventuran entre los lomos de tierra seca que nutrieron la milpa y buscan… buscan los pedazos de mazorcas que la máquina no recogió. Son pepenadores, es decir, personas que buscan las mazorcas pequeñas y algún tesoro maicero, para dar paso, al final, a los que buscan unos cuantos granos de maíz. ¿Reminiscencia del Evangelio, cuando aún los últimos recogieron lo que los demás dejaron/olvidaron?[8] Los informantes aseguran que si bien desde hace pocos años la tecnología ha apoyado la cosecha, siempre, para el día final, reservan unos pocos surcos, “si no, no tendría chiste y no sería igual que antes”.

      Terminada la labor, cada chunde es vertido en costales anegueros,[9] mismos que son amarrados por manos expertas. Todos los costales, juntos, son llevados en el tractor al centro de la reunión, donde ya esperan las cantoras, los dueños de la cosecha y los invitados. Es tarde. La luna llegó ansiosa para no perderse el momento. Las personas se ponen de pie en semicírculo, de espaldas al poniente, frente al montón de costales que rinden tributo al trabajo del hombre. A cada quien le es proporcionada una caña seca de maíz de la que penden una o dos mazorcas. Los rostros cambiaron la risa por la seriedad. Los hombres se quitan el sombrero. Se guarda silencio. Entonces, las cantoras abren la primera estrofa:

 

Gracias te doy, Gran Señor,

y alabo tu gran poder

que con el alma en el cuerpo

nos dejaste amanecer…

 

 


 

[7] Especie de navaja curveada con que se realiza la pisca del maíz: (del náhuatl pixca). F. Méx. Usado en las labores del campo, recolección o cosecha, sobre todo de granos, como los del café, el maíz o el algodón.

 

[8] Lev. 19, 9-10.

 

[9] Una anega o fanega era una antigua medida de capacidad para granos, equivalente en México, hoy en día, a 48 cuartillos, igual a 90.8 litros. Una fanega de maíz pesa 65 kg.

Participantes en ritual del Alabado.

        Y, a coro, todos responden cantando lo mismo. Este patrón se repite al terminar cada una de las estrofas que componen el Alabado:

        En los rostros de todos hay comunión, emoción profunda, serenidad… Es como estar frente a una generación que nunca fue enterrada, de una raza humana que convive pacífica y armónicamente con la Naturaleza, parecen seres gritando su vida, su existencia. Al final, don Teodomiro, dueño de la cosecha, grita la esperada copla:

 

Al dueño de esta cosecha

no le pido vanidades,

más que cinco botellas de vino,

siete ollas de real de tamales,

¡hijos de su mamá

el que no diga méndiro!

 

        Y se distiende el momento. Después de la liturgia viene lo festivo. Se ofrece tequila luego de que el propio don Teodomiro fue el primero en empinarse un jalón. Hay contento. Todo es bueno y la emoción se contagia. “Por nada me hubiera perdido esto”, dice una señora. “Esto es la vida”, afirma otra.

 

        De regreso a Tacátzcuaro espera el “combate”. Por arte de magia, la casa no es la misma: está engalanada para recibir a los invitados. Mesas con manteles vistosos aguardan con fruta, platos y cubiertos como una madre amorosa que ansiosa vela el regreso de sus hijos al hogar. Han llegado el párroco y los principales del lugar, ya están los vecinos también. Un conjunto de música rompe las notas y comienza la fiesta. Todos están “gustosos”. Nadie quiere irse. Los tamales y el atole hacen su entrada triunfal. “¿Tienen hambre?”, pregunta doña Rebeca, para enseguida proclamar el anhelado: “¡A cenar!”

c) Letra del Alabado 

Transcripción musical: Luz Teresa V. de Ibáñez.

1        Gracias te doy, Gran Señor,

2        y alabo tu gran poder

3        que con el alma en el cuerpo

4        nos dejaste amanecer.

 

5        Así te pido, Señor,

6        nos dejes anochecer

7        en gracia y servicio tuyo

8        y sin llegarte a ofender.

 

9        Cristo en cruz crucificado

10      que por mí estás de esa suerte

11      haz que nos valga en la muerte,

12      la sangre que has derramado.

 

13      Las llagas de tu costado

14      sean mi eterna habitación.

15      Válga[n]me al expirar tu cruz,

16      sea (sic) tu muerte y tu pasión.

 

17      Válga[n]me, Padre amoroso,

18      en mi postrera agonía

19      la sangre de María,

20      [y los] méritos de su esposo.

 

21      Danos la defensa y gozo

22      de espíritus cortesanos,

23      líbranos de los tiranos

24      que [nos persiguen] falleciendo.

25      El alma mía te encomiendo

26      en tus santísimas manos.[10]

 

27      Los ángeles en el cielo,

28      te alaben con alegría

29      y los hombres en la tierra

30      digamos ¡Ave María!

 

31      Tres veces tiembla el infierno

32      al decir ¡Ave María!

33      Ave María singular,

34      sin la culpa original.

35      Ave María en gracia plena,

36      en los cielos y en la tierra.

 

37      Dios te salve, Dolorosa,

38      Madre de nuestro consuelo,

39      favorécenos, Señora,

40      de las penas del infierno.

 

41      Santísimo Sacramento,

42      yo te ofrezco este Alabado

43      por las ánimas benditas,

44      las que fueron de tu agrado.

 

45      Tú las saques y las lleves

46      para donde fuimos creados

47      por ese puño sagrado

48      que llevas en tu costado.

 

49      No tienen los pecadores

50      otra abogada con Dios;

51      sólo la Virgen María,

52      Señora, ruega por nos.

 

 

JACULATORIAS REZADAS

1ª voz            —No permitas, mi Señora,

Coro  —que mi alma muera en pecado.

 

1ª voz            —Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar

Coro  —y el corazón amoroso de Jesús Sacramentado.

 

1ª voz            —En los cielos y en la tierra, sea para siempre alabado.

Coro  —el corazón amoroso de Jesús Sacramentado.

 

1ª voz            —Ave María purísima.

Coro  —En gracia de Dios concebida.

 

COPLA RECITADA

Al dueño de esta cosecha

no le pido vanidades,

más que cinco botellas de vino,

siete ollas de real de tamales,

¡hijos de su mamá

el que no diga méndiro!

 

 

III.      Investigación documental

a) Tras las huellas del Alabado

Cuando el 6 de junio de 1683 desembarcó fray Antonio Margil de Jesús (1657-1726) en Veracruz, el monje franciscano no imaginó que sus avatares en estas americanas tierras dejarían una impronta imborrable en el continente, desde Texas hasta Costa Rica. La influencia del movimiento contrarreformista había permeado todas las órdenes religiosas, y el grupo de frailes con los que llegó a México fray Margil era de Propaganda Fide, coordinación de los esfuerzos e iniciativas misioneras dedicados a la propagación de la fe católica en el Nuevo Mundo, y que vivió —al menos en algunas de sus formas— la urgencia por recuperar espacios para el reino de Dios tanto de fieles ya bautizados como de infieles. Entre los ejercicios de piedad ensayados por todos los religiosos, el canto y la oración fueron fundamentales en América. Era habitual que en los caminos y al entrar a los poblados los misioneros cantaran alabanzas, rezaran letanías a la Virgen y recitaran salmos. Fray Margil, entre otros ejercicios piadosos inventó ciertas especiales canciones y rezos[11] como el Alabado, con música y letra propias, como lo afirma fray Isidro Félix de Espinoza, el canto fue “introducido por su exemplo en estos Reynos” (Ríos, 1959, p. 91).

 

       El canónigo Luis Enrique Orozco, en su obra “Los Cristos de Caña de Maíz y otras venerables imágenes de Nuestro Señor Jesucristo”, dice que el autor del Alabado es fray Antonio Margil de Jesús (Franco, 1985, p. 171). Aun cuando hay diferentes versiones y el número de estrofas varía, las primeras tres son universales como se da fe en esta versión original (Margil, 1976, p. 321):

 

1          Alabado y ensalzado

2          sea el divino Sacramento,

3          en el que Dios santo asiste

4          y es de las almas sustento.

 

5          Y la limpia Concepción

6          de María, Reina del cielo,

7          la cual quedó virgen pura,

8          aun siendo Madre del Verbo.

 

9          Y el glorioso San José,

10        electo por Dios excelso

11        para padre putativo

12        de Jesús, Salvador nuestro.

13        Sea este por todos los siglos

14        y de los siglos. Amén,

15        y los dulcísimos nombres

16        De Jesús, María y José.

 

17        ¡Oh dulcísimo Jesús!

18        Yo te doy mi corazón

19        para que grabes en él

20        Tu santísima pasión.

 

21        Madre, llena de dolor,

22        haced que, cuando expiremos,

23        nuestras almas entreguemos,

24        por tus manos, al Señor.

 

25        Quien a Dios quiere seguir

26        y á su Gloria quiere entrar,

27        una cosa ha de asentar

28        y de corazón decir:

29        “¡Morir, antes que pecar!

30        ¡Antes que pecar, morir!”[12]

 

        El periplo efectuado por fray Margil a lo largo de 43 años recorre desde Veracruz a Querétaro, Campeche, Yucatán, Tabasco y Chiapas (todos estados de la República Mexicana); Guatemala; El Salvador; Nicaragua, Honduras y Costa Rica; y vuelta a México para caminar, a pie ligero, los estados centrales de la provincia mexicana: Querétaro nuevamente, Zacatecas, Jalisco, Michoacán, Estado de México, Durango, Oaxaca, y hasta incursiona por tierras norteñas, a Coahuila, de donde partió después a Texas y vuelta a Nuevo León.

 

       Fray Margil enseñaba el Alabado y la gente de los pueblos lo cantaba al amanecer, después de la misa y al caer el sol (Ríos, 1959, pp. 41-42). Dice fray Isidro Félix de Espinoza: “Quedó asentado desde entonces aquel cantar nuevo del Alabado, que así en aquel como en este reino (Guatemala y Nueva España) se ve… introducido en las familias y, resonando a las mañanas y a las noches su dulce armonía, parece un remedo del cielo cada choza” (p. 42).

 

       Entre 1698 y 1699 su Alabado ya era popular: con éste había recorrido leguas y leguas de tierra misionando y convirtiendo a los pobladores. Lacandones, choles, talamancas, huicholes, purépechas, nahuas, otomíes… atestiguaron la vida apostólica de fray Margil, quien aprovechaba prácticamente todas las ocasiones y lugares de predicación: las enfermedades, ejercicios de misión, los sermones, cuaresma, semana santa, navidad, otras festividades religiosas, la administración de sacramentos, defunciones, los mercados, las esquinas y calles más socorridas, los caminos, las iglesias, los hospicios, las haciendas o pueblos; solo o acompañado de otros padres y novicios o de conversos, “al romper el alba, a la campana de las doce y a la oración”, como asegura Jacobo Barba y Figueroa (Ríos, 1959, pp. 119-120); Ríos afirma que de Chiapas a Panamá dos generaciones de indios cantaban el Alabado (p. 129).

 

        En el siglo XVIII y todavía en vida de fray Margil, su diaria costumbre de rezar el rosario y al término del mismo entonar el Alabado fue cundiendo en los grupos humanos donde estaba, ya fuera en el monasterio, ya en los poblados o con la tropa. Como afirma Ríos, por los caminos donde andaba siempre cantaba los versos del Alabado, y al escucharle juntábanse los labriegos en sus aldeas (Ríos, 1959, p. 85 y 91).

 

 

      A finales de 1707, fray Margil fue invitado a predicar a Guadalajara. Acompañado de otro fraile salió de Zacatecas y a pie recorrió laderas y montes pidiendo posada en haciendas, ranchos y pueblos. Poco más de tres meses pasó en Jalisco predicando, a donde regresó en 1709, 1711 y 1726. Es en este último periodo activo de su vida que se inscribe la tradición del Alabado en los pueblos de la ruta transitada por carretas y recuas, de Nueva Vizcaya a Nueva Galicia, de Zacatecas a Jalisco, sin olvidar Valladolid —hoy Morelia—, Michoacán y el Estado de México. Esa ruta, testimonial del prosperato mexicano, poblada de haciendas y rica en granos, vio perpetuarse el Alabado en los ambientes rancheros, agrícolas y de los pueblos.

 

 


 

[10] Se presume que, a lo largo del tiempo, algún verso puede haberse perdido porque en las numerosas versiones revisadas, hay diferencia entre cuartetos y este sexteto.

 

[11] Ms. Proceso hecho en Querétaro sobre la Santidad y Milagros del V. P. Fr. Antonio Margil, cuaderno 9º, artículo 59, del Proceso Apostólico Remisorial y Compulsorial sobre las Virtudes y Milagros de Fr. Antonio Margil de Jesús. Archivo de la Catedral de México.

 

[12] El Odeón Michoacano. Periódico exclusivamente musical. Morelia: Imprenta particular del redactor, 1900. P. 51. Esta versión original completa “fue traducida, aunque con muchas alteraciones, al náhuatl, y publicada en México por fray Juan de Cabrera, franciscano también, ‘ministro Coadjutor en San Matheo Atenco’, en la imprenta de Doña María de Ribera” (Cfr. Ríos, nota 11 a pie de página 41).

Rutas recorridas por Fray Antonio Margil de Jesús desde el año de 1707 hasta su muerte, en 1726, y expresión del número de veces que las anduvo, en ese tiempo.

FUENTE: MAPA C. Justino Fernández, en: Eduardo Enrique Ríos. Fray Margil de Jesús. Apóstol de América (México: Editorial Jus, 1959).

       Hay, sin embargo, quien asigna al Alabado “un origen distinto y mucho más remoto, así como la hermosa costumbre campesina de cantarlo” como sugiere Lucas Alamán (Murillo, 1933, p. 86):

 

Tañe la esquila porque nace el día;

el viento gime entre la mies madura;

el agua que da el caz, corre y murmura,

y el humo se levanta en la alquería.

 

El rabadán que la cuadrilla guía,

con afinada voz, aunque insegura,

comienza el himno, canto de ternura,

de sencilla y campestre melodía.

 

De mozos de labor responde el coro,

áspero, rudo y a la vez sonoro,

henchido de tristeza y esperanza;

 

a México enseñólo don Fernando

y desde entonces viene resonando

en la brega feliz de la labranza.

 

       Sin duda que a quien se refiere el terceto final del soneto es a Hernán Cortés, y alguna posible confusión puede haberse desprendido de la tercera de las Disertaciones sobre la Historia de la República Mexicana del ya citado Alamán:

 

El servicio personal se reglamentó de la manera que se ve en la Ordenanza relativa de las que se publican en el apéndice… El número de horas de trabajo diario es el mismo que ahora se usa en las haciendas de campo, en las que no sólo subsiste en observancia esta parte del reglamento de Cortés, sino también lo que previno acerca de la oración e instrucción cristiana que había de preceder a la salida al campo, a lo que se ha substituído el cantar el Alabado luego que se reúnen las cuadrillas antes de empezar las labores. Es una cosa interesante, sin duda, encontrar al cabo de trescientos años todavía en uso lo que entonces se mandó.(Murillo, 1933, pp. 86-87)[13]

 

        La Ordenanza refiere a la octava, dirigida a los españoles que tenían indios encomendados, y dice:

Que en las estancias o en otras partes donde los españoles se sirvieren de los dichos indios, tengan una parte señalada donde tengan una imagen de nuestra Señora, y cada día por la mañana, antes que salgan a hacer hacienda, los lleven allí y les digan cosas de nuestra santa fe, y les muestren la oración del Pater Noster, e Ave María, Credo e Salve Regina, de manera que se conozcan que reciben doctrina de nuestra fe. (Murillo, 1933, p. 87)

 

       Es correcta la inferencia de Murillo, en cuanto a que la “costumbre de ensalzar y rogar a Dios antes de emprender el trabajo, viene desde a raíz de la conquista, por mandato de Cortés”; pero habría elementos para considerar que fue fray Margil y su influencia lo que propició que el Alabado sustituyera los rezos anteriores. No hay que olvidar que el canto y la música fueron recursos bien aplicados en la enseñanza de la fe cristiana por los misioneros.

 

      Otro de los biógrafos de fray Margil, Fray Ángel de los Dolores Tiscareño,[14] también sostiene la paternidad margiliana sobre el Alabado. Lo que es para destacar es que a más de trescientos años, en Tacátzcuaro todavía está encendida la vela de la tradición.

Quizá fue la proclividad de Margil a pedir posada y su cercanía con los labriegos, con quienes platicaba y cantaba el Alabado, o su predilección por el encuentro personal y la persuasión con buenas razones lo “que llenó las medidas de su nombre [en] el tiempo santo”, según refiere fray Isido Félix de Espinoza (Ríos, 1959, p. 155).

 

b) Exégesis

       Doce estrofas seguidas de cuatro jaculatorias componen el corpus del Alabado de Tacátzcuaro. Al final, la esperada copla de invitación a la parte festiva, pronunciada siempre por el dueño de la cosecha, abre el corazón al encuentro con el otro, con ese otro que sudó codo a codo la pisca entre los surcos.[15]

 

       En el caso del Alabado de Tacátzcuaro[16], las dos primeras estrofas, conocidas en algunos lugares como “las Gracias” (González, 2004, p. 65; Franco, 1985, p. 201) por la palabra con que se abre el canto, sientan la idea de un Dios creador, dueño de la vida, y confían que será Su gracia la que ayudará al cristiano a no pecar en el día. Estas “Gracias” solían rezarse también al anochecer, cambiando entre sí el orden en los verbos del cuarto y sexto versos acorde con el horario: si en la mañana: nos dejaste amanecer/nos dejes anochecer; si en la noche: nos dejaste anochecer/nos dejes amanecer.

 

      Las dos siguientes estrofas, tercera y cuarta en el orden, versos 9-16, remiten a un sentimiento ampliamente aceptado de sufrimiento, por identificación con Jesucristo, y esto puede advertirse en la proliferación iconográfica de Cristos dolientes, Cristos negros o sangrantes, de manera muy clara en el centro de México y en varios países de Latinoamérica. El cristianismo en esta geografía es muy de la pasión, muy de la cruz, muy de la resignación.

 

        En la estrofa quinta aparecen, jerárquicamente, las presencias de Dios–Padre (17), María (19) y San José (20). Es la única alusión que de San José se hace, cuando en otros alabados se le da un espacio mayor. El cuarteto invoca la protección para la hora de la muerte salvaguardando la confianza en un Padre de amor, Padre amoroso, que también —este Alabado— entrega por vez primera en esta versión. Dios Padre, luego su Madre, la Virgen María, y cierra el padre putativo, padre estimativo según otros alabados. Un acomodo singular que puede ser interpretado como lo sagrado versus lo humano: la Virgen no se considera en su humanidad pues se ha sublimado por la gracia de Dios; es protectora, coadyuva al perdón de los pecados, en tanto san José sigue siendo, en ese sentido, muy terrenal, muy “esposo de María”, no es padre del Salvador, no tiene ese componente sagrado por lo que cabría esperar que su nombre aparezca al final. Está presente también la idea de la muerte (18), ese momento final en que cara a cara se verá al Creador, según la creencia cristiana. ¿Qué mejor que encomendarse a las manos protectoras de María? En coincidencia con las 22 versiones analizadas, la versión de Tacátzcuaro patentiza la entrega de confianza a María para la hora de la muerte: Madre llena de dolor/haced que cuando expiremos/por tus manos entreguemos/nuestras almas al Creador. ¿Podría una madre amante negarle algo a su hijo en la hora de la muerte? Por otra parte, de una petición personalísima: Válganme (17), pasa a un ruego comunitario: Danos-líbranos (21, 23), para cerrar con otra invocación en primera persona: te encomiendo (25).

 

      Sorprende el amplio espacio que en este y otros alabados se concede a la figura de María, casi de personaje central. Pero no es extraño, pues en el movimiento contrarreformista, la Inmaculada Concepción fue uno de los dogmas más defendidos, y esa defensa llegaría a su culminación en 1854 con el papa Pío IX, quien promulgó el dogma que saluda la pura Concepción de María no sólo en la tierra sino en el cielo, donde los ángeles se alegran en tanto que en el infierno hay temblores al solo pronunciar el poderosísimo nombre de la Virgen. Sin la culpa original (34) y en gracia plena (35) reiteran la creencia, misma que se extrapola a toda la creación, en los cielos y en la tierra (36). Y por otro lado, también aparece el dogma del pecado original. Hay que recordar que si bien el protestantismo reconoce que María concibió virginalmente, difícilmente aceptaría que María fue concebida sin pecado original. Dicho pecado integró la agenda de temas que llevaron a la escisión luterana, y devino en que la defensa de la concepción inmaculada de María fuera encomienda y labor fundamental de los franciscanos, uno de cuyos egregios exponentes en la América española fue nada más y nada menos Fray Margil de Jesús. Las estrofas séptima y octava (versos 27-36) tienen por objetivo enaltecer la figura de María. Se explica, pues, que México sea un país muy “enmadrado”: tanto así permeó en el ambiente y quedó para siempre la devoción mariana.

 

      La novena estrofa (37-40) del Alabado en comento, reitera la súplica de protección contra la condenación eterna, y parte de una semblanza de María en su advocación de Dolorosa, una de las más socorridas en la República Mexicana. La vida no importa sino el tipo de muerte, que sea en estado de gracia para que permita entrar al cristiano en la gloria eterna.

 

       En este Alabado de Tacátzcuaro aparece, casi al final, la mención al Santísimo Sacramento, a diferencia de lo que dejan ver buena parte de los textos revisados, en los que esta figura abre el canto. Hay que recordar que una de las aportaciones de la Contrarreforma fue el culto eucarístico, fortalecido con la celebración de la fiesta del Corpus, con la Hora Santa, la organización de la Vela Perpetua y los jubileos de las 40 horas. Lutero niega la presencia real de Cristo en el sacramento, sólo la acepta virtual. De ahí que la respuesta de la Iglesia Católica fuera afirmar dicha presencia real y sostener que la misma continuaba más allá de la celebración. Para un misionero de Propaganda Fide como lo fue fray Margil de Jesús, era de extrema responsabilidad moral acometer, como propia, esta cruzada, evidente en los versos 41-48.

      La estrofa última, cuatro versos dedicados a María (49-52), representa una entrega confiada del corazón del creyente a la Madre, abogada de privilegio ante Dios.

 

      Hasta aquí, todas las estrofas fueron entonadas por el grupo de cantoras participantes en la tarde de cierre de cosecha, y respondidas por los presentes en la labor (parcela). El canto, del cual ya se ha hablado, es repetitivo según se advierte en la partitura que aparece en el apartado II, inciso c, de este texto. Cierra el Alabado la incorporación de cuatro jaculatorias, que se rezan: la primera y la última dirigidas a María; las centrales de alabanza reiterada al Santísimo Sacramento. La voz dominante del grupo cantor es la que abre la oración breve, y los demás contestan.

 

        Para cerrar el ritual, y en lo que se considera es una aportación de Tacátzcuaro, el dueño de la cosecha, con fuerte y clara voz, recita la festiva copla:

 

Al dueño de esta cosecha

no le pido vanidades,

más que cinco botellas de vino,

siete ollas de real de tamales,

¡hijos de su mamá

el que no diga méndiro!

 

        Ahí comienza el reparto del tequila, “para dar valor a los peones” a decir de doña Rebeca, la fiel esposa de don Teodomiro Longines.

 

 


 

[13] Las cursivas se mantienen a propósito de este trabajo.

 

[14] Cfr. Tiscareño, Ángel de los Dolores. Nuestra Señora del Refugio: patrona de las misiones del colegio apóstolico de Nuestra Señora de Guadalupe de Zacatecas.Zacatecas: Talleres Nazario Espinoza, 1909; Colegio de Guadalupe de Zacatecas, Zacatecas: Imprenta Literaria de San Agustín, 1907; El Colegio de Guadalupe desde su orígen hasta nuestros días. O, Memorias de los acontecimientos contemporáneos que con él se relacionan, presenciados unos, y recogidos otros de documentos oficiales y auténticos para servir á la historia de dicho establecimiento. México: Tip. de J. María Mellado, 1902, 1905, 1909.

 

[15] Contrastado con el más conocido de los Alabados de fray Margil (incluido en el tercer segmento, inciso a), no hay similitud según se colige. Sin embargo, la temática que ya afloraba en el primero se mantiene en el segundo. En los versos 1-4 del famoso Alabado de fray Margil se advierte una abierta promoción de las verdades de fe: la presencia de Cristo en el Sacramento de la Comunión y la continuidad de esa presencia más allá de la celebración, para continuar con la concepción inmaculada de María (versos 5-8). Aquí se introduce la novedad de que San José no sólo es padre adoptivo de Jesús sino que esa “paternidad” durará por toda la eternidad (9-14), amén de que la secuencia de autoridad propuesta Jesús, María y José (16) ubica a la Virgen en una posición de superioridad respecto de San José. En la aportación de Margil, la teología reconocía claramente la preeminencia de la Madre de Dios por sobre el “padre estimativo”. El Alabado margiliano trasluce también un cristianismo centrado en la pasión (17-20), y en los versos 21-24 hay un reconocimiento de que el creyente está en tránsito a la beatitud eterna, que confía su salvación a las manos de María, la madre. En 25-30 se encuentra que la muerte, el juicio y la idea de condenación organizaron la vida en función del más allá, y con miedo a un Dios–juez. Ese Alabado que a través del canto se quedó entre nosotros, reforzó la institución–Iglesia a nivel de sus dogmas y de su moral, basado en la idea de un Dios de temor y no en un Dios de amor.

 

[16] Véase apartado II, inciso c.

 

 

        La tarde está soleada, el cielo raso y con una temperatura ideal. Es una de esas tardes de febrero más cercana a la primavera que al invierno. Unos diez minutos después la comitiva llega al potrero, sede obligada y lugar santo para la consagración. Está casi todo ya cosechado. Al fondo, unos diez surcos esperan como víctimas propiciatorias el momento de salir a escena: son, finalmente, los actores centrales de la obra preparada para el público que se da cita:

IV.  Ritual de Vida: identidad y trascendencia

Estamos ante una interpretación de vida, en donde la gratitud no sólo es manual de cortesía sino una dimensión gráfica del ciclo: recibir–agradecer, agradecer–pedir, pedir–trabajar, trabajar–recibir. Ese ciclo, aprendido por tradición y por tradición legado, tiene sentido para la comunidad porque “obtiene su sentido de las cosas graves que conforman la vida del pueblo” (Ochoa, 2000, p. 45). La presencia de la comunidad imprime un sello especial en la necesaria transmisión oral: ¿quién cantará el Alabado cuando yo muera?, podría preguntarse don Teodomiro.

 

        Van Gennep, investigador folclorista, expone que “cada día mueren en el campo los ancianos y con ellos las tradiciones, las leyendas, los secretos de que son depositarios. (…)[…] reliquias perecederas” (Ochoa, 2000, p. 43). El canto religioso del Alabado, que en el caso de Tacátzcuaro sirve para dar gracias a Dios por un ciclo de producción agrícola más, fomenta, al igual que en todos los casos revisados, la vivencia de comunidad. Las diferencias advertidas en las distintas versiones recogidas migraron de la escritura de fray Margil a la oralidad, y de ahí nuevamente a la escritura, y en el ínterin los textos sufrieron transformaciones a tono con los sitios y los momentos. Su pervivencia, pues, ha sido más oral que escrita, y como todo género oral, ha estado más expuesta al cambio.

 

        Las composiciones son patrimonio intangible y hay que preservarlas para el futuro, a riesgo de que la memoria, que es flaca, las deje morir. Cuando hay canto se enriquece la aportación del pueblo, pues el sentimiento y el sentido de la vida, en clara simbiosis, reflejan la cosmovisión de quien canta. En Tacátzcuaro, hoy por hoy se mantiene viva la tradición porque la familia que la encabeza se niega a que muera. El ritual permite, año tras año, que la familia se reúna, que los que están lejos viajen ex profeso para acompañar, para compartir, para recordar. Los años idos vuelven a hacerse presente y se desea que el futuro dilate su llegada. En el pueblo ya pocos saben del Alabado. Las nuevas generaciones no han oído de su existencia y de los más mayores sólo don Teodomiro testimonia el ritual. Para él, dar gracias a Dios por los bienes recibidos luego de duras jornadas de trabajo, es tan esencial como comer, como dormir: es plegaria y ofrenda porque parte del sentido de que las cosas humanas son precarias pero asume que la condición humana debe tender al respeto de lo sagrado, como establece Cazeneuve (1941, p. 239).

 

        Ya en 1933 Murillo advertía que, dado que no sólo la costumbre de entonarlo (el Alabado) sino hasta la letra y la melodía se estaban perdiendo, no se debía permitir que se olvidara lo que antes formó un interesante capítulo de la vida cultural campesina. La cultura, vista desde la antropología cultural, la entiende Pasquinelli como el conjunto de “pautas o esquemas de comportamientos aprendidos” (Giménez, 2002, p. 2), como pautas de sentido o de significado, esquemas que, según Strauss-Quinn poseen una “interpretación típica, recurrente y ampliamente compartida de algún tipo de objeto o evento, evocada en cierto número de personas como resultado de experiencias de vida similares” (p. 2). Ahora, más de setenta años después de la advertencia de Murillo, siguen siendo la vida familiar, la pertenencia de clase y los vínculos comunitarios algunas de las esferas modernas de la vida social más significativas de la identidad, que en comunidades pequeñas como Tacátzcuaro afortunadamente no han sido mercantilizadas. Para el caso que nos ocupa, el ritual del Alabado no ha sido mediatizado, no ha sido reemplazado por la televisión aunque, paradójicamente, quizá sea ésta la que podrá hablar en los años venideros de lo que fue aquél. Siguiendo a Gilberto Giménez (2002), la

 

identidad tiene que ver con la idea que tenemos acerca de quienes somos y quiénes son los otros, es decir, con la representación que tenemos de nosotros mismos en relación con los demás. Implica, por lo tanto, hacer comparaciones entre las gentes para encontrar semejanzas y diferencias entre las mismas. (P. 4)

 

      Según esta aportación, cada individuo infiere su identidad en función de las relaciones y pautas aprendidas: es, por así decirlo, el conjunto de lo vivido y de cómo se ha vivido. Es lo propio lo que gesta la identidad.

 

        Así las cosas, cabría avanzar en la idea de que para don Teodomiro Longines y su familia, mantener viva, activa y presente la tradición de cantar el Alabado al término de la cosecha, es un asunto de identidad, de permanencia en la historia, en la historia de su comunidad. Hoy por hoy son los únicos —nada desdeñable— que mantienen la tradición en un medio donde “ahora ya [es] todo moderno”. En su comprensión identitaria, la religión, el dar gracias a Dios por los bienes recibidos está íntimamente ligado al ciclo aprendido y repetido por más de 120 años juntando las dos generaciones Longines. Asume como irremediable su pérdida “porque ya se está acabando la gente creyente... ya ahora no cree o no sé qué, ya le da vergüenza a uno como platicar así de lo bueno, de todo lo bueno, ya ahora ya todo moderno...” En este comentario, don Teodomiro plantea la antítesis bueno versus moderno. En donde lo bueno es lo aprendido y aprehendido, lo practicado y transmitido; y lo moderno es lo que ofrece una posibilidad si no de erradicar sí de espaciar en el tiempo y en el ánimo lo que se considera bueno y, por tanto, es lo malo.

 

        Quizá cuando Jean Cazeneuve (1971) publicó su Sociología del Rito y escribió que:

el creyente debería preguntarse si los ritos (…)[…] no habrán ocupado un lugar en los designios de la Providencia, como forma degradada de un culto primordial más auténtico, o bien si, fundamentalmente, no representarán los torpes esfuerzos de una humanidad que antes de que sobre ella descendiera la luz, creía ya necesaria una religión para salvarse (p. 15)

 

pudo vislumbrar que esa aportación mantendría vigencia en los años venideros. Las razones para pensar así nos las da el Alabado de Tacátzcuaro, en donde el ritual, en tanto acto anual colectivo se mantiene fiel a ciertas reglas. Derivado del latín ritus, costumbre o ceremonia, conjunto de reglas establecidas para el culto y ceremonias religiosas, el ritual se mantiene salvaguardando los principios pero va evolucionando, lenta e imperceptiblemente: el andar del tiempo reclama inserciones para mantener su vigencia en las nuevas generaciones. En su esqueleto, como lo llama Cazeneuve, opera el continuum que se observa en la costumbre que en el caso de la familia Longines se ha convertido en una institución social que se cumple para seguir una tradición, a decir de Salvador, uno de los hijos mayores del matrimonio formado por don Teodomiro y doña Rebeca.

 

       Si bien García Canclini dice que en los rituales cotidianos se pone en escena la identidad, y que lo que ella nos aporta es la revelación del carácter construido y teatralizado de la tradición (Vergara, 2004, p. 21-22), en la perspectiva posmoderna, la identidad tiene que ser asumida en constante movimiento, que muestra siempre aspectos nuevos; en tanto que en la narrativa oral, como señala Vergara, “es un constructo que parte siempre del arquetipo de la memoria colectiva” (p. 26).

 

      Es esta argumentación inconsciente pero nítida en el subconsciente la que anima la exigencia anual de cumplir el rito al levantar la cosecha. Si en algún momento se olvida la tradición, se es responsable de su final. Y el asunto parece que está más entreverado con la identidad personal y comunitaria, de la cual la creencia religiosa es un ingrediente. Giménez apunta que los estilos de vida constituyen sistemas de signos, son “indicios de identidad”. Es, como sostiene Edgar Morin:

 

una red personal de relaciones íntimas (parientes cercanos, amigos, camaradas de generación, [colegas de profesión,] etc.) la que funciona como alter ego, es decir, como extensión y doble de uno mismo, y cuya desaparición (por alejamiento o muerte) se sentiría como una herida, como una mutilación, como una incompletud dolorosa. (Giménez, 2002, pp. 6-7)

 

      En los ancianos es fácil advertir un miedo al sentimiento de soledad, porque se les hace insoportable. Muchos de los ancianos mayores entrevistados refieren, con nostalgia, los tiempos idos, cuando todo tenía un orden y donde ellos encajaban muy bien. El tiempo de hoy, “ya todo moderno”, los ha rebasado. Sólo dando continuidad a lo aprendido, a lo ejercitado, es como ellos mantienen el control del orden. Su propia historia de vida les impele a seguir en lo que durante su vida les ha resultado. Y tampoco se puede negar que al ser hoy por hoy “la única familia” que perpetúa el ritual, acopia el reconocimiento público y la diferenciación de “los otros”, los que no saben el Alabado. No es que busquen ser reconocidos, no es que lo deseen, pero hay un cierto orgullo legítimo que coadyuva al cumplimiento anual del rito: ellos han sido parte del mismo por generaciones y en el fondo de su corazón, más que en su memoria, se anidan los recuerdos que constituyeron el caminar de su vida diaria.

 

      Que los rituales nos dejan ver la huella de las costumbres de un pueblo, de un individuo, es moneda de curso legal. A lo que asistimos es a la actualización de ese pasado, a la re-unión de significaciones en presupuestos de identidad y de reciprocidad, a la invención y consolidación de colectividades, historias, pasados y orígenes, como dice Mier (Contreras, 2009, pp. 13-40). Por ello, lo que conviene es escudriñar las funciones del rito, entre las cuales aparece el intento por liberarse, tanto cuanto sea posible, de lo que condiciona, pero a la vez la de encerrarse en ese mismo condicionamiento. Para ponerlo en palabras de Vergara (2004), el “pasado ancestral va permeando los distintos pasados del ahora y se extiende sobre cada presente en la vida del ser humano” (p. 28). En el caso del Alabado de Tacátzcuaro, rito vinculado con la acción de gracias al término de un año agrícola, encontramos afinidad con los ritos que buscan proporcionar bienes esenciales primordiales —en este caso alimento— y se demuestra comprensión entre la aparente condición estable del hombre en su relación con las potencias del más allá, con el Dios providente que menciona el Alabado, un canto que si bien, evidentemente, no fue compuesto con esta finalidad, su uso en este sentido le ha impuesto el carácter de ritual, coronado con el respeto que acompaña la costumbre de cantarlo justo al término del ciclo de cultivo del maíz. Es un ritual que propicia, también, la construcción de un tiempo único en el momento mismo que se presenta y que establece una alianza comunitaria.

 

      Los ritos aparecen en todas las sociedades humanas y cumplen una función respecto de su eficacia, aun cuando se refieran al mantenimiento-sostenimiento de costumbres tradicionales, y hasta de construcción de personalidades a las que se asigna un carácter de garantes del orden social, como las llama Cazeneuve, quien también insta a valorar el que algunos ritos pudieran haberse originado para preservar de toda asechanza el ideal de una vida regida por las normas comunitariamente aceptadas que permitan al hombre sentir que forma parte de una realidad trascendente.

 

       Para una sociedad como la de Tacátzcuaro, inmersa en la tradición judeo-cristiana desde tiempos de la Colonia, es importante dar prioridad a los ritos religiosos pues en ellos se afianza confiadamente tal y como lo expresa don Teodomiro: “…y entonces así pues era nuestra costumbre y todavía [ah]ora, nada más que ahora es un poquito menos, porque ya se está acabando la gente creyente... ya ahora no cree o no sé qué, ya le da vergüenza a uno como platicar así de lo bueno, de todo lo bueno, ya ahora ya todo moderno...” El deseo interior de compartir la tradición conlleva el afán de construir comunidad, una comunidad donde se asienten los valores culturales, los valores morales y los valores vitales de que habla Ingarden, pero también es un recurso privilegiado para confirmar universos morales y normas éticas, como advierte Mier en alusión directa al mundo helénico donde la sociedad encadenaba ritos y formas tradicionales de vivir y así fue construyendo su código de vida.

 

      En un grupo social donde la concepción religiosa está tan marcada, resulta fácilmente perceptible el día con día de la vida, la secuencia de las estaciones, el continuum agrícola vinculado estrechamente a la sociedad rural, de ahí que sea también fácilmente comprensible que un ritual busque expresar lo constante y regular, más que lo anormal o excepcional. Si bien el ritual no sólo se encuentra estrechamente ligado con el conjunto de la vida social, como dice Cazeneuve (1971), la finalidad de los verdaderos ritos “consiste unas veces en ahuyentar la impureza, otras en manejar la fuerza mágica, y otras, aún, en colocar al hombre en relación con un principio sagrado que lo trascienda” (p. 255).

 

       Este último postulado es el que parece cumplir a la perfección el Alabado de Tacátzcuaro, cuyo desarrollo en la ceremonia semeja una pieza teatral ensayada donde cada asistente sabe lo que los demás harán y en qué momento ejecutarán su papel.

 

       Ahora bien, en la parte final del Alabado, las jaculatorias —más a tono de plegarias— pueden ser tomadas a manera de acto ritual intimista, como las llama Raymundo Mier; se trata de palabras “en el lindero entre la intimidad y el rezo o el canto colectivos” (Contreras, 2009, pp. 21-22), y provocan, por así decirlo, una consagración de la condición humana al posibilitarse

 

un encuentro con lo primigenio del ser (…)[…] es [la jaculatoria] una palabra inscrita en los intersticios del ritual como la irrupción de un acontecer íntimo, pero apegada a las exigencias de una regulación atávica, incluso ancestral… Es (…)[…] un decir entre el canto y la petición, entre la letanía y la demanda, entre la glosolalia y el consuelo, entre el diálogo interior y la escenificación ritual. (…)[…] es la faceta expresiva de la palabra ritual, en los límites del proceso ritual, en los confines del vínculo colectivo. (p. 72)

 

        El ritual no está exento del vínculo con lo profano, el ceremonial completo incluye la visita de los amigos, la tertulia social, la música y la excusa para que, otro año más, se afiancen las relaciones interpersonales y, aunque sea por un día, el Alabado sea pretexto para volver a verse los amigos, conocidos y familiares en aras de no dejar morir la tradición; estableciéndose un lazo entre la trascendencia y la participación. No cabe duda de que las acciones rituales llevan al hombre “a comprenderse a sí mismo dentro de su mundo” (Ricoeur, 1969, p. 238), y hacen posible que la gente se aferre a sus costumbres para no morir. Don Teodomiro es el alma de una familia que se niega a que su forma de mirar la vida muera, a que su identidad se pierda en el futuro.

Bibliografía

 

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Cazeneuve, Jean. Sociología del rito. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1971. Trad. José Castelló

 

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Franco Fernández, Roberto. Calendario de Festividades en Jalisco. Tomo II. México: UNED, Gobierno de Jalisco, 1985.

 

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Giménez, Gilberto. “Cultura e Identidades”. Apuntes para el seminario de Cultura y Representaciones Sociales (Instituto de Investigaciones Sociales, 2002, UNAM). México: Fotocopias.

 

González, Luis. Pueblo en vilo. México: Fondo de Cultura Económica, 2004.

 

Murillo, Guilebaldo. Del campo y de la ciudad. Escenas vividas. México: Escuela Tipográfica“Cristóbal Colón”, 1933.

 

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Ricoeur, Paul. Finitud y Culpabilidad. Versión castellana de Cecilio Sánchez Gil, Madrid:Taurus Ediciones, 1969.

 

Ríos, Eduardo Enrique. Fray Margil de Jesús. Apóstol de América. México: Editorial Jus, 1959.

 

Tiscareño, Ángel de los Dolores. Nuestra Señora del Refugio. Zacatecas: Talleres Nazario Espinoza, 1909.

 

Vergara, Gloria. Palabra en movimiento. Principios teóricos para la narrativa oral. México: UIA/Editorial Praxis, Colecc. La Flama en el Espejo, 2004.

 

Datos del autor

Sonia Elizabeth Fernández Orozco. Licenciada en Ciencias y Técnicas de la Comunicación (Universidad del Valle de Atemajac), Maestra en Letras Modernas (Universidad Iberoamericana Ciudad de México, UIA), Diplomada en Cooperación Internacional al Desarrollo (Universidad Alberto Hurtado, Chile/AUSJAL). Ha publicado varios cuentos. Su primera novela, Y todo por un palo (México, Ed. Praxis, 2000) plantea una crítica al caciquismo religioso. Colabora en la UIA, en el campo de la Cooperación Académica. Coordina la Red CARI-AUSJAL desde 2005.

 

Correo electrónico: soniae.fernandez@ibero.mx

SONIA ELIZABETH FERNÁNDEZ OROZCO

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